«Por aquel entonces, siendo todavía un adolescente, en 1946, firmé con mi nombre el otro lado del cielo durante un fantástico viaje realista-imaginario. Aquel día, mientras estaba tendido en la playa de Niza, comencé a odiar a los pájaros que volaban de acá para allá en mi hermoso cielo azul sin nubes, porque intentaban hacer agujeros en la más bella y grande de mis obras»
Ives Klein, Nueva York, 1961
Sin ser experta en curaduría, siempre me ha llamado la atención pensar en qué le mueve a una persona a valorar una obra de arte, en cualquiera de sus ramas, también una obra de arquitectura. Algo que parece tan subjetivo, no lo es tanto.
Además del mismo resultado y de la propia técnica, el valor del proceso. Ese proceso espiritual e intelectual que se termina materializando a partir del aquí y el ahora del artista o el arquitecto ante un canvas en blanco. Ese proceso en el que de manera consciente o no, influyen nuestras experiencias, lecturas, viajes, referencias y las millones de imágenes a las que estamos expuestos diariamente. Y qué bonito es analizar, pasado un tiempo, la evolución de cómo comenzamos yo cómo fuimos creciendo, de cómo fue cambiando la materialización de nuestras ideas. Como cuando a un@ le enseñan los dibujos que hacía de niño, desde la más auténtica de las inocencias.
Un ejemplo sobre el gran impacto del pensamiento detrás de la obra son las monocromías de Ives Klein, artista del que ya hablé hace un par de años en el artículo Azul Klein, que desvelaba mi color favorito, precisamente por su profundidad. Ives Klein fracasa en el primer intenso de presentar un cuadro monocromo en una exposición oficial de París en 1955. El jurado le recomienda que al menos introduzca un segundo color, una línea o un punto. Pero él insiste en que el color puro representa «algo» en sí mismo. El poder de sus obras en directo, como un plano de un color único que te atrapa, es algo indescriptible.
«El arte no es una especie de inspiración que viene no sé de dónde, toma casualmente su camino y presenta más exterior que el pintoresco de las cosas. Es la lógica misma adornada por el genio, pero siguiendo siempre un camino necesario y llevando en sí las leyes superiores.«
Ives Klein
Experimentó con diversos colores y sus respectivos matices, pero finalmente renunció a continuar estudiándolos y se centró únicamente en un color: el azul, que debía, a su vez, aunar el cielo y la tierra y disolver el horizonte plano. En 1956 desarrolló un azul ultramar intenso y brillante, al que llamó «la expresión perfecta del azul».
Para Klein, el color azul siempre significó las asociaciones del mar y del cielo allí donde la naturaleza viva y palpable se puede concebir de la forma más abstracta. «El azul no tiene dimensiones. Está más allá de las dimensiones que forman parte de los otros colores», decía el pintor del espacio cósmico.

Poco antes de su muerte, escribió en su diario: «Ahora quiero ir más allá del arte – más allá de la sensibilidad-, más allá de la vida. Quiero ir al vacío. Mi vida será como mi sinfonía de 1949, un tono constante, libre de principio y fin, limitada y eterna al mismo tiempo, porque no tiene principio ni fin… Quiero morir y entonces dirán de mi: «Ha vivido y, por tanto sigue vivo».
Él, entre tantos otros artistas que admiro y de los que iré escribiendo en los próximos artículos, exprime al máximo su existencia terrenal, dejando un legado que aún hoy es rompedor, innovador, que traspasa cualquier época y dimensión. Y esto es algo que cada uno de nosotros, de manera libre, deberíamos procurar escribir a lo largo de nuestra historia finita. Desde cada perspectiva, a nuestra manera.
